Por mi admiración  por el ingeniero  Eduardo  Torroja, no  pocas  veces   había  dirigido  mi pensamiento  hacia  esa  nave  en  ruinas, ubicada relativamente cerca  del  enclave  en  donde  nací   y  además   pasara   la  infancia, esos  años  que  sin duda  te  determinan  de  por  vida. Un espacio que,  en  breve,  iba   a   ser  transformado   en  “La Catedral”  de  las nuevas  tecnologías. Por  un  instante  me  vi  ahí, en esa  factoría de  Qubits, como  un  mago  en  el  escenario  ante  su público  desplegando  un  juego  de  ilusiones…; inmerso  en   el  lisérgico   placebo  que   me   permite  transportarme   a  otros  mundos   incardinados  en  la sublime  paradoja.
Para terminar trazo la línea que separa lo real e imaginario, y los interrogantes arden en la pira del olvido… No es circunstancia, es presencia fuera del tiempo. No es causa y efecto, sino pura inmanencia. Se reflejan y distorsionan los dígitos en las ventanillas de este tren de contextos que como cíclicas máquinas de Turing marchan hacia lo inescrutable.
Entonces  regreso
 a  mi memoria  más  primigenia  y  me 
veo,   imperturbable, perfilando  sobre  el 
lodo  mis  primeras  grafías   y
 descifrando, burdamente,  el  enigma  oculto 
tras   la  caligrafía  las  trazas.
 Inexplicablemente  ya  no romper 
la  ataduras  que 
ligan   mi  poesía 
a  los   soportes  
de  naturaleza  electrónica. 
Tampoco sé  si  quiero  hacerlo.  Ha sido mucho  el  tiempo
 que he 
llevado  a   cuestas 
la  carga  de  la  poesía 
“catastrófica”,  ahora  es  la
estructura  de  la 
poesía  [síntesis]   la  que me  sostiene 
indefinidamente. 
 [Sí,  exhausto   de 
este  viaje   hacia  adentro - tácita inversión
 de   origen  y   destino - sólo  aspiro , y  como 
dicen  los  más  viejos, 
a  ver  los  muertos  desfilar  por  el ocaso]

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